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Ximenes Belo, guía de paz en Timor Oriental: «Educar para una cultura de paz abre las mentes y los corazones al diálogo»

La suya es sin duda la historia de su pueblo. Cuando en 1975 Timor Oriental, una pequeña isla del sudeste asiático de apenas 15.000 kilómetros cuadrados, se vio sacudida por la brutal invasión de la Indonesia dictatorial del general Suharto, una ocupación de 24 años que se saldaría con la escalofriante cifra de más de 200.000 muertos, un joven sacerdote salesiano decidió ponerse las botas de trabajo y alzar la voz para denunciar los innumerables atropellos y violaciones de derechos humanos de los que estaba siendo testigo ante la mirada impasible y el silencio cómplice de la comunidad internacional. Carlos Felipe Ximenes Belo se empeñó tanto y tan a fondo en la tarea de buscar la paz y devolver la dignidad a su tierra que su compromiso con la reconciliación y el diálogo fue reconocido en 1996 con el Premio Nobel de la Paz, noticia que recibió con la cautela del que no teme las represalias contra su propia persona sino contra aquéllos que la rodean. “Como miembro de un pueblo, debo compartir el destino de su gente”, diría en su discurso ceremonial. Y Ximenes Belo, que había sido pastor de búfalos en su infancia, se transformó en el pastor de su pueblo, dispuesto a guiarlo hacia un destino en libertad, finalmente alcanzado en 1999. Los timorenses recuperaron la voz y, sólo entonces, Belo pudo descansar.

XIMENES BELO: Un día cualquiera en mi vida transcurre en el colegio salesiano de Mogofores (Portugal), en una comunidad de ocho salesianos ya mayores. Nos levantamos temprano, rezamos nuestras oraciones, después asistimos a la misa, desayunamos y de 9 a 12 trabajo en mi despacho. Estoy escribiendo un posible libro que cuenta la historia de la Iglesia en Timor, desde 1556 hasta 2006, 450 años. Trabajo tres horas en la mañana, tres en la tarde y después doy unas vueltas por allí… pero sin llegar a correr… soy muy perezoso…

Una pereza relativa, pues Belo es un apasionado de la música clásica y habla al menos siete idiomas (portugués, tetum, inglés, italiano, español, alemán y bahasa indonesio). Este hombre de aire sereno y humilde, amigo de líderes mundiales como el Dalai Lama, nació en el pueblo timorense de Wailakama, el 3 de febrero de 1948, diez meses antes de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En aquel momento, tras la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, Portugal volvía a tomar el mando de su antigua colonia. Los europeos habían llegado a Timor Oriental en 1512 atraídos por su abundante madera de sándalo y sus posibilidades comerciales, dejando tras de sí un importante legado religioso -hoy en día el 90 por ciento de la población es católica. Así, no era de extrañar que una vez descubierta su vocación, el joven Belo, recibiera gran parte de su formación en la metrópoli. Precisamente durante esos años, antes de ser ordenado sacerdote -una fecha que permanece en su memoria, indeleble ante el paso de los años: “el 26 de julio de 1980”-, la isla conseguiría la independencia. Fue el 28 de noviembre de 1975, pero la libertad duró poco, tan solo nueve días. El 7 de diciembre las tropas de Suharto invaden Timor, con el beneplácito de los Estados Unidos de Kissinger (preocupados ante la posible emergencia de una nueva “Cuba comunista”) y de la vecina Australia (interesada en tener acceso sus recursos petrolíferos). La ocupación se prolongaría durante 24 años.

P: A finales de 1975, Indonesia, bajo el mando del general Suharto invade Timor Oriental, en una operación que fue reiteradamente rechazada por la Asamblea General de la ONU. En aquel momento usted era un joven de 27 años a punto de ser ordenado sacerdote, ¿cómo vivió este proceso?

R: En julio de 1974, después del golpe de estado en Lisboa, la Revolución de los Claveles, había regresado a Timor para trabajar como maestro de la escuela salesiana de Fatumaca. Por aquel entonces había unos cursos para los profesores, que llamaban de mentalización o algo así… para cambiar las ideas por otras más modernas y revolucionarias, a los que me enviaron los salesianos. Llegué a Dili [capital de la isla] un domingo por la tarde y el lunes por la mañana del 11 de agosto de 1975 se produjo el golpe de estado contra FRETILIN [el Frente Revolucionario de Timor Leste Independiente]. Hubo tiroteos y ya no pude regresar. Me quedé en Dili y diez días después tuve que marcharme con otros refugiados a Timor Occidental. Ya no podía volver a Fatumaca así que continué el viaje hasta Indonesia, de ahí a Hong Kong y a Macao, donde me quedé un año, y en 1976 regresé a Portugal para seguir estudiando. Por eso, realmente no asistí a la entrada de Indonesia en Timor, solamente lo vi a través de los periódicos y la radio.

P: Sin embargo, poco tiempo después de ser ordenado sacerdote tiene la oportunidad de vivir de cerca el sufrimiento de su pueblo cuando, en 1983, el Papa Juan Pablo II le nombra administrador apostólico de Dili en sustitución de Martinho da Costa, ¿cómo era la vida de los timorenses por aquel entonces?

R: Aquello no era vida. No había libertad de movimiento, la gente tenía que andar pidiendo permiso a los militares, no podía desplazarse más de 3 ó 4 kilómetros… Y a los timorenses les gusta ser libres, ir de caza o a pescar, trabajar en sus huertas, en las plantaciones de café… Además, encarcelaban a muchos jóvenes. Yo intentaba visitarlos ya que a muchos los torturaban, y otros desaparecían…

P: Precisamente ahí se dio cuenta de que era necesario hacer algo más…

R: Sí, ahí empezó a surgir esa conciencia. Había que hacer algo para defender la libertad del pueblo, la libertad de expresión, la libertad de movimiento, de reunión… Ninguno podía hablar. De noche, cuando la gente se reunía en sus casas para rezar el rosario, iba hasta allí el personal de inteligencia para escuchar, para ver qué hacían, por qué se reunían, si estaban contactando con las milicias del bosque… Era un pueblo muy controlado por las fuerzas policiales indonesas.

P: Y se puso manos a la obra…

R: Era mi deber. Como todo cristiano y todo sacerdote nuestro deber es predicar la paz. La paz es necesaria para la convivencia entre los hombres, así que trabajamos por ella.

Pero la tarea no fue sencilla. El obispo de Dili se convirtió en una persona non grata para el régimen indonesio. Su presencia y la denuncia sistemática de las masacres e innumerables violaciones a los derechos humanos de la población civil por parte del ejército de Suharto –pero también de las milicias proindependentistas- lo colocaron en el punto de mira, especialmente después enviar, en febrero de 1989, una valiente carta dirigida al secretario general de Naciones Unidas en la que pedía la celebración de un referéndum de autodeterminación. No obtuvo respuesta y las amenazas pasaron a ser una constante en su vida cotidiana. Controlaban su correo, las cartas que llegaban desde el exterior, intervinieron su teléfono, grababan sus homilías, e incluso intentaron asesinarlo en varias ocasiones… Sin embargo, el sacerdote nunca se dio por vencido en su búsqueda de una solución pacífica al conflicto.

– La paz es siempre posible pero también es un proceso complejo porque hay estructuras… los propios timorenses no siempre han sabido vivir en paz. Es verdad que a veces uno se puede desanimar pero tenemos que seguir trabajando, lanzando ideas, especialmente para las personas más jóvenes. Es importante educar para una cultura de paz porque ésta reconvierte las mentes y los corazones abriéndolos al diálogo.

P: Su labor fue reconocida en 1996 con uno de los máximos galardones, el Premio Nobel de la Paz, ¿cómo recibió la noticia y qué implicaciones tuvo?

R: Esa tarde estaba en un pabellón salesiano celebrando la misa. Eran las seis cuando la radio de Portugal dijo que le habían dado el Nobel de la Paz a dos timorenses, a José Ramos-Horta y a mí. Entonces vino un sacerdote y me pasó un trozo de papel donde había escrito: “Usted ha ganado el Premio Nobel de la Paz”. Yo lo cogí, me lo metí en el bolsillo y continué la misa. Después de la comunión, en el momento de silencio, me dijo el vicario general: “Monseñor, tenemos que avisar a la asamblea de que usted es el Premio Nobel”, pero yo le pedí que por favor, no dijéramos nada. Y cuando acabó la eucaristía me fui a casa para atender las llamadas de teléfono que llegaban de todas partes del mundo. Los jóvenes se enteraron pronto y empezaron a gritar “¡Viva Belo, viva Xanana, viva Timor Leste independiente!” Pero aquello era peligroso, en el 96 no era todavía momento de gritar “viva Timor Leste independiente”. Precisamente para evitar todo eso no hice un gran esfuerzo en que se supiera.

P: Pero no negará que fue también una inyección de energía…

R: Sí… pero teníamos que controlar las reacciones, sobre todo pensando en la juventud, para que no hubiera acciones violentas contra los militares y policías de Indonesia.

P: ¿Y fue tranquila la cosa?

R: Fue… bueno, no tanto después del premio. Cuando regresé a Timor después de la ceremonia, siempre que iba a visitar las parroquias había grupos de jóvenes que levantaban la mano y gritaban “Viva el Premio Nobel, viva Belo”. Y cuando volvía a casa por la noche, los militares iban a buscar a esos jóvenes para torturarlos.

P: De alguna manera, con la concesión del Nobel el conflicto de Timor Oriental se hizo más visible en la escena internacional y aumentaron las presiones para encontrarle una salida negociada. En las consultas populares de agosto de 1999 el pueblo de Timor escoge masivamente la independencia, que se materializa finalmente en mayo de 2002, pero en 2006 tienen lugar graves disturbios que, según los organismos internacionales, desplazan a más de 100.000 personas. ¿Qué es lo que ha fallado?

R: Es muy complicado. Conseguimos la independencia pero no teníamos nada. Cuando Indonesia sale de la isla en 1999 en Timor no había infraestructuras, no había escuelas, ni mercados, calles, industria, los jóvenes no tenían trabajo, nada… El gobierno ha intentado reconstruir el país pero no han correspondido totalmente a las exigencias y esperanzas del pueblo. Por eso vuelve a estallar la crisis. Es imprescindible dialogar con el pueblo para saber qué desea y poder atender a problemas como la falta de justicia, la pobreza y las profundas desigualdades.

P: Cuando vuelve la vista atrás y recoge el fruto de su experiencia, ¿con qué ojos mira el mundo de hoy?, ¿cree que podemos vivir realmente en paz?

R: Hoy en día la globalización presenta aspectos positivos y negativos. Es necesario recordar que tanto los pueblos y países grandes como los pequeños son iguales ante la Carta de las Naciones Unidas, todos deben ser respetados y ayudados. La paz no es sólo la ausencia de guerra. En el mundo de hoy el nuevo nombre de la paz es el desarrollo integral de los pueblos, las culturas y las personas, pero para ello se necesita perseverancia, paciencia, cultivar la justicia, el reconocimiento del otro, el aprecio y el respeto por las diferencias y por la naturaleza.

Y en esa tarea sigue empeñado. “Una vez que me han dado el Nobel de la Paz es mi deber continuar haciendo algo, no puedo quedarme parado”. Coherente y comprometido hasta el extremo, hoy acude allá donde lo llaman y comparte generosamente el aprendizaje de toda una vida. Ximenes Belo no duda en invitar a practicar la paz, y ofrece algunas pistas para hacerlo. “No teniendo rencores, no cultivando sentimientos de envidia, soberbia, de odio, de orgullo… practicando el diálogo y el respeto en el seno de las familias, comunidades, parroquias o escuelas”. Tan necesaria como urgente, la paz es, para el Nobel timorense, “un ejercicio continuo”.

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